Salus Infirmorum, ora pro nobis
La infinita Bondad de Dios decidió que «como una mujer había contribuido a dar la muerte, una mujer contribuyera a dar la vida… Ia cual ha dado al mundo la Vida misma que todo lo renueva, y ha sido enriquecida por Dios con dones adecuados a tan alta misión» (CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, n. 56). Ella ya ha visto realizada en su Persona la sanidad global y total del cuerpo y del alma por los méritos de su Hijo Jesús, y es… «imagen e inicio de la Iglesia que habrá de alcanzar su cumplimiento en la edad futura y así brilla ahora en la tierra ante el peregrino Pueblo de Dios como señal de segura esperanza y consolación hasta que llegue el día del Señor» (CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, n. 68). María es Salus Infirmorum porque es la Inmaculada Concepción.
En Roma, desde la segunda mitad del siglo III, la Bienaventurada Virgen María es saludada «auxilium et solamen nostrae infirmitatis» (auxilio y socorro de nuestra enfermedad).
Encontramos, también, referencias en los Santos Padres de la Iglesia. Así, Pedro Crisólogo afirma que «…la Virgen se ha convertido verdaderamente en madre de los vivientes mediante la gracia, Ella que era madre de quienes por naturaleza estaban destinados a la muerte».
En el siglo V, Sedulio escribe que «una sola ha sido la mujer por la que se abrió la puerta a la muerte y una sola es también la mujer a través de la cual vuelve la vida».
Hay bastantes textos en los escritos de los Padres y de la Liturgia Oriental. Cirilo de Jerusalén: escribe: «Por medio de la Virgen Eva entró la muerte; era necesario que por medio de una virgen, es decir, de la Virgen, viniera la vida…».
El Pseudo-Gregorio Niceno: «…de la Virgen Santa ha florecido el árbol de la vida y de la gracia… De hecho, la Virgen Santa se ha hecho manantial de vida para nosotros… En María solamente, inmaculada y siempre virgen, floreció para nosotros el retorno de la vida, ya que sola ella fue tan pura en el cuerpo y en el alma, que con mente serena respondió al ángel…».
En la Liturgia de la Iglesia Oriental del I al VI siglo, abundan los textos. Reproducimos sólo uno: «Inmaculada Madre de Dios (…) nosotros, que hemos conseguido tu protección, oh Inmaculada, y que por tus oraciones hemos sido liberados de los peligros y custodiados en todo tiempo por la Cruz de tu Hijo, nosotros todos, como se debe, con piedad, te ensalzamos… Nuestro refugio y nuestra fuerza eres tú, oh Madre de Dios, socorro poderoso del mundo. Con tus plegarias proteges a tus siervos de toda necesidad, oh sola bendita».
Concluimos este brevísimo repaso a los testimonios de los primeros siglos de la Iglesia con un tropario de la himnografia griega que hace de síntesis: «Santísima Madre de Dios, no me abandones durante el tiempo de mi vida y no me confíes a ninguna protección humana, sino tú misma encárgate de curarme y ten piedad de mi».
En la actualidad, en la carta apostólica Salvifici doloris, el siervo de Dios Juan Pablo II tiene palabras iluminadoras: «Ya el concilio ecuménico Vaticano II recordaba la importante tarea de la Iglesia de ocuparse del sufrimiento humano. En la constitución dogmática Lumen gentium leemos que como «Cristo fue enviado por el Padre «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para sanar a los de corazón destrozado» (Lc 4, 18), «a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10); de manera semejante la Iglesia abraza con amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador, pobre y sufriente, se preocupa de aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo» (n. 8).
Y la última cita: «Vosotros que sentís más el peso de la cruz (…), vosotros que lloráis (…), vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo: vosotros sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; vosotros sois los hermanos de Cristo sufriente y con él, si queréis, salváis al mundo». CONCILIO VATICANO II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. BAC, Madrid 1966, p. 845)