
El Evangelio de san Juan dice que, el mismo día de su resurrección, Jesús se presentó en medio de sus discípulos y les indicó: «La paz con vosotros […] Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 19- 23). Con estas palabras tan claras y directas Jesús instituye el sacramento de la Penitencia o Confesión.
La Iglesia Católica establece que para recibir el perdón, el pecador debe confesar sus pecados al sacerdote. Para algunos creyentes el momento de decir los pecados constituye un momento incómodo que preferirían evitar. Por otra parte, sabemos que no todos los grupos cristianos practican la confesión y se oye decir que la confesión puede realizarse directamente a Dios, sin necesidad de intermediarios. Pero el pasaje del Evangelio de san Juan no deja lugar a dudas con respecto al papel que el sacerdote desempeña en el acto del perdón: «A quienes perdonéis…». Se dirige explícitamente a sus apóstoles, a los que él ha elegido para constituirlos en herederos de su ministerio mediante la recepción del Espíritu Santo.
Al acudir al sacramento de la penitencia se experimenta la paz que llena nuestro espíritu. Porque el carácter terapéutico o medicinal de la confesión opera como un bálsamo que alivia el sufrimiento del alma triste y apesadumbrada por el alejamiento de Dios que supone el pecado.
La mejor expresión de todo lo que venimos diciendo se encuentra en la parábola del hijo pródigo, aunque sería más correcto denominarla parábola del “Padre y los dos hijos” o del “Padre misericordioso”. Ambos hijos se han alejado del padre, el menor creyendo que podía apañárselas solo y lejos de casa, y el mayor pensando que al ser mejor que su hermano merecía más atenciones del padre. Sin embargo, solo el menor es capaz de entender el pecado como un alejamiento de la casa del padre, y cómo solo el regreso y la reconciliación pueden sanar sus heridas.
Este reconocimiento del propio pecado es el primer paso para recibir la misericordia que el Padre siempre tiene preparada para nosotros: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15, 20). Si leemos con atención este último versículo nos daremos cuenta de que antes de llegar a la confesión, ya está esperándonos el perdón del Padre.
No olvidemos que son numerosos los pasajes evangélicos en los que la alegría del reino de Dios se expresa a través del simbolismo de una fiesta, de unas bodas, de una celebración o de un banquete, como el que el padre manda preparar para festejar la vuelta de su hijo. Aprovechemos, pues, esta Cuaresma para prepararnos para la gran fiesta de la reconciliación con Dios en la próxima celebración de la Pascua.
Artículo de Enrique Clavel en Mar y Montaña abril 2017