
¿Qué es para usted la misericordia?
Etimológicamente, misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y enseguida vamos al Señor: misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar.
Jesús ha dicho que no vino para los justos, sino para los pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los enfermos. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de nuestro Dios.
En su opinión, ¿por qué este tiempo nuestro y esta humanidad nuestra tienen tanta necesidad de misericordia?
Porque es una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se trata tan sólo de las enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por la exclusión social, por las muchas esclavitudes del tercer milenio.
También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo parece lo mismo. Esta humanidad necesita misericordia. Pío XII, hace más de medio siglo, dijo que el drama de nuestra época era haber extraviado el sentido del pecado, la conciencia del pecado.
A esto se suma hoy también el drama de considerar nuestro mal, nuestro pecado, como incurable, como algo que no puede ser curado y perdonado.
¿Por qué es importante confesarse? Usted fue el primer papa en hacerlo públicamente, durante las liturgias penitenciales de la Cuaresma, en San Pedro…
Fue Jesús quien les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a quienes perdonéis los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se los perdonéis, no serán perdonados» (Juan 20, 19-23). Así pues, los apóstoles y sus sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores— se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan in persona Christi. Esto es muy hermoso.
¿Jorge Mario Bergoglio ha sido un confesor severo o indulgente?
He intentado siempre dedicarle tiempo a las confesiones, incluso siendo obispo o cardenal. Ahora confieso menos, pero aún lo hago. A veces quisiera poder entrar en una iglesia y sentarme en el confesionario.
Así pues, para contestar a la pregunta: cuando confesaba siempre pensaba en mí mismo, en mis pecados, en mi necesidad de misericordia y, en consecuencia, intentaba perdonar mucho.
¿Cómo logramos reconocernos pecadores? ¿Qué le diría a alguien que no se siente como tal?
¡Les aconsejaría que pidieran esta gracia! Sí, porque reconocernos pecadores es una gracia. Es una gracia que te viene dada.
Sin la gracia, a lo máximo que se puede llegar es a decir: soy limitado, tengo mis límites, éstos son mis errores.
Pero reconocernos pecadores es otra cosa. Significa ponerse frente a Dios, que es nuestro todo, presentándonos a nosotros mismos, es decir, nuestra nada. Nuestras miserias, nuestros pecados. Es realmente una gracia que se debe pedir.
¿Qué consejos le daría a un penitente para hacer una buena confesión?
Que piense en la verdad de su vida frente a Dios, qué siente, qué piensa. Que sepa mirarse con sinceridad a sí mismo y a su pecado. Y que se sienta pecador, que se deje sorprender, asombrar por Dios.
Para que Él nos llene con el don de su misericordia infinita debemos advertir nuestra necesidad, nuestro vacío, nuestra miseria.
¿Puede haber misericordia sin el reconocimiento del propio pecado?
La misericordia existe, pero si tú no quieres recibirla… Si no te reconoces pecador quiere decir que no la quieres recibir, quiere decir que no sientes la necesidad.
A veces te puede costar entender qué te ha sucedido. A veces puedes ser desconfiado, creer que no puedes volver a levantarte.
Usted dijo durante una homilía en Santa Marta: «¡Pecadores sí, corruptos no!». ¿Qué diferencia hay entre pecado y corrupción?
La corrupción es el pecado que, en lugar de ser reconocido como tal y de hacernos humildes, es elevado a sistema, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestros comportamientos y a nosotros mismos.
¿Cómo se puede enseñar la misericordia a los niños?
Acostumbrándolos a las historias del Evangelio, a las parábolas. Dialogando con ellos y, sobre todo, haciéndoles experimentar la misericordia. Haciéndoles entender que en la vida uno puede equivocarse, pero que lo importante es siempre levantarse.